miércoles, 25 de enero de 2012

Sobre «Los gallinazos sin plumas» (1955)


CISNEROS, Luis Jaime (1956). «Cuentos de Ribeyro». En: «Suplemento Dominical», de El Comercio, Lima, 22 de enero, p. 9.

Denunciando un meticuloso y constante huir de las fórmulas, agazapado en una simple sintaxis, con vocabulario reducido y preciso, Julio Ramón Ribeyro ha reunido en volumen algunos de sus cuentos. Ya teníamos noticias de su predilección por el género y de su habilidad. El volumen lo confirma, al mismo tiempo que muestra una línea uniforme, de la que voluntariamente no quiere salirse el autor. Si damos crédito a sus palabras iniciales (y son de lectura imprescindible), el mismo Ribeyro piensa que este libro da por liquidada una etapa e inicia para él otra distinta. Esta es su etapa de 1954. Y los cuentos que en esta edición ha congregado reflejan —como el autor explica— afinidad en la técnica, en el tema, en el estilo y en la intención. Quizá todo ello contribuya a que la impresión final, tras la lectura de cuadros monótonos que repiten técnica, estilo, tema e intención, sea la que es.
La ciudad costeña es el signo topográfico de toda la colección; mejor dicho, la ciudad de Lima, que a veces solo aparece sugerida (los mismos «gallinazos» son el recurso evocador), a veces imprecisa en la niebla exterior que envuelve muchos cuadros. A través de ellos se confirma también la confesada antipatía de Ribeyro por los «datos topográficos demasiados concretos, por la manía de localización excesiva» las cosas ocurren «por aquí» y «el día menos pensado»: ni precisión en el tiempo ni en el espacio. Con lo cual está conseguido voluntariamente el repetido espectáculo de una angustia interior: desde ella parte el autor para sumergirse en el mundo social de la gente trabajadora y penetrar sigilosamente en sus interioridades. Lo suyo no es el relato, ni es novela corta. Tampoco es narración. El autor lo advierte en las páginas liminares al establecer esas diferencias: ofrece fragmentos, que en su sentir son lo característico del cuento. Retazos de vida desvinculados del tiempo y referidos a «un tiempo» secreto que es obsesión íntima y permanente de todos sus personajes. Se trata de poner en relieve un fragmento de la vida, para lo cual se coloca al lector en contacto «con el nudo de la trama, cuyo sentido se le ira progresivamente revelando». Para sacarlo del común denominador del «hecho curvilíneo y simple» a que reducirían al cuento las tres unidades clásicas, Ribeyro utiliza procedimientos especiales base de la técnica ofrecida por la colección que nos ofrece: «el monólogo, la remembranza y la asociación de ideas».
No buscaremos tesis en esta serie de cuentos, pues no parece haberla en la intención del autor, desde el momento que se adelanta a afirmar la poca aptitud del género «para el desarrollo de una tesis del planteamiento de una solución». No la hay, y no vale la pena buscarla.
Si podemos conceder al dramatismo como nota general, más lograda en unos cuentos que en otros («Los gallinazos sin plumas», por ejemplo, que da nombre a la colección; «El primer paso»), no coincido con Ribeyro en la impresión de sordidez que la relectura parece haberle deparado. Hablaría mejor de lo penumbroso, garantizado por la importancia que en los textos adquieren las horas de la penumbra: el amanecer, como en «Los gallinazos sin plumas»), el atardecer que preside el diálogo de Paulina y su padre («Interior L»), el presentimiento de la aurora o los tímidos golpes de luz del farol que iluminan la cara de Janampa en «Mar afuera»; la misma luna que deja a Mercedes pensativa en contraste con la vela ardiente («Mientras arde la vela»), la medianoche en la que ha de resolverse el destino de Justa, en «La tela de araña».
En contra de lo que recientemente se ha dicho, creo que merecen atención las líneas con que Ribeyro encabeza su colección. Hay razones que abonan su lectura. Los autores jóvenes del Perú no suelen ofrecernos en sus primeras producciones lo que podría llamarse una definición o una autocrítica. Lo suyo está más librado a la ventura. La definición o la autocrítica pueden tener ciertamente sus desventajas: a veces todavía la «idea de la literatura» está más pegada a los libros ajenos que ligada a la experiencia vital del autor; otras veces denuncian vida y preocupación de escritor. Y creo que es el caso de Ribeyro. Estas líneas previas de su libro atestiguan el hombre escrupuloso, que hace de la vocación su propio gabinete de trabajo, que busca asimilar las influencias y está todavía en lucha con ellas, que sabe cómo el acierto no consiste en saber cuánto es lo recorrido sino lo que resta por recorrer y se prepara, armado de esa revelación, con decoroso y ejemplar espíritu de entrega.
«Los gallinazos sin plumas» es el cuento inicial. Es además el mejor y el más depurado de todo el breviario. Se mueven los personajes a a lo largo de un sigilo tembloroso, en que se gestan el descontento y la rabia, la resignación y la lujuria, la avara avidez del dinero y el dolor prolongado y heroico. Efraín y Enrique ocupan el primer plano, a pesar de que es el abuelo viejo y el cerdo Pascual los que parecen ocupar, por los contornos exactos con que los pinta el autor, el mejor sitio. Es el cuento en que la misma técnica de que habla Ribeyro ha dado un respiro y lo deja moverse con beneficio de la agilidad.
Caracteriza a los cuentos siguientes la predilección por los desdoblamientos temporales y espaciales. La vida avanza pero está llena de reminiscencias; cada acto a que la vida nos convoca es eficaz estímulo para perderse en un mundo de recuerdos, especialmente de aquellos que pueden ser la explicación remota de nuestra realidad actual: «Dionisio lo miró a los ojos. Al fin podía verlos, cavados simétricamente sobre los pómulos duros. Parecían ojos de pescado o de lobo. ―‘Janampa tiene ojos de máscara’, había dicho una vez la prieta. Esa mañana, antes de embarcarse, también los había visto» («Mar afuera»); «El colchonero bebió un sorbo, mientras observa las trenzas negras de Paulina y su espalda tenazmente curvada. Un sentimiento de ternura y de tristeza lo conmovió. Paulina era lo único que le quedaba de su breve familia. Su mujer hacía más de uno año que muriera víctima de la tuberculosis. Esta enfermedad parecía ser una tara familiar, pues su hijo, que trabajaba de albañil, falleció de lo mismo algún tiempo después» («Interior L»); «El reloj marcó las tres y media y Danilo temió que Estrella se marchara, o peor aún, se comprometiera con algún cliente. Él le tenía recomendado que esa noche no saliera del bar y que esperara su llamada pues tenía algo importante que comunicarle. Estuvo a punto de decirle: ‘Espérame lista, que saldremos de viaje’. Pero quizá fue mejor no adelantar nada. Panchito le había recomendado discreción. ‘No hay que meter a las mujeres en la danza’, era el consejo que siempre tenía a flor de labios. Estrella, sin embargo, no era una mujer como las otras» («El primer paso»). Estos recursos obligan al estilo directo, que da tono uniforme a la mayoría de los textos.
La sensualidad es matiz que suele presentarse en algunos cuentos. Está presente en la intención con que el padre de Paulina observa «las anchas caderas de su hija», o en el adivinable bochorno con que luego ha de mirar «su espalda amorosamente curvada, sus caderas anchas», o todavía en la secretamente lujuriosa y triunfal observación: «Se la veía más redonda, más apetecible» («Interior L»). El realismo gana sus mejores momentos en pasajes como aquel en que Moisés, vencido por el alcohol, exige a gritos luz desde su vigilia: «¡Un poco de luz! ¡No veo nada! ―y por el labio leporino le saltaba la baba» («Mientras arde la vela»). Y alcanza a lo grotesco en otro pasaje del mismo cuento: «Los vecinos que habían olido seguramente a muerte, como los gallinazos, comenzaron a llegar. Entraban asustados, pero al mismo tiempo con ese raro contengo que produce toda calamidad cercana y, sin embargo, ajena».
Aparte de algunas metáforas felices («la ciudad despierta y viva abría ante ellos su gigantesca mandíbula», que nos presenta la voracidad sorprendente de la ciudad limeña), y de algunas adjetivaciones de buena factura (las seis de la mañana es «la hora celeste y mágica» en la que se cumple el «paseo siniestro» de los basureros; y además de algunas curiosidades de estilo, como la unión de concretos y abstractos, testimoniada cuando los nocherniegos regresan a sus casas «envueltos en sus bufandas y en su melancolía», hay una nota sustancial en la colección que Ribeyro nos presenta. El animismo. A las seis de la mañana «la ciudad se levantaba de puntillas y comenzaba a dar su primeros pasos». No es «la ciudad», lo sabemos, sino lo que ella representa: la suma de hombres que ella es: las personas «que recorrían a esa hora la ciudad; las beatas que «se arrastraban penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias»; los noctámbulos «envueltos en su bufanda y en su melancolía»; los obreros, los basureros, los canillitas, «transidos de frío», son los que ayudan a ver este desperezo de la ciudad y la empujan a dar «sus primeros pasos» («Los gallinazos sin plumas»). Otros ejemplos podemos hallar, para cerrar los testimonios: «Lentamente el murmullo fue decreciendo y en un momento inaprehensible, como el que separa la vigilia del sueño, el silencio apareció», «se vio de pronto libre, en la calle; en el centro mismo de su domingo, bajo un sol rabioso que tostaba la ciudad» («En la comisaría»).
Si hubiera que decir, en elogio de Ribeyro, palabras elogiosas, habría que buscar las que al mismo tiempo que consignaran sus aciertos y sus timideces de hoy, pudieran vaticinar, frente a esta etapa liquidada, una renovación de su técnica y augurar la decisión de no tener miedo a la aventura creadora. Con ellas quiero dejar constancia de lo que el libro ha logrado y de lo que Ribeyro puede alcanzar.

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