viernes, 27 de enero de 2012

Sobre «Cuentos de circunstancias» (1958)


BARQUERO, J. (1958). «Los dos polos de la narración en Julio Ramón Ribeyro». En: «Suplemento Dominical», de El Comercio, Lima, 14 de diciembre, p. 9.
 
 
En su segundo libro, titulado Cuentos de circunstancias, Julio Ramón Ribeyro ha reunido un grupo de narraciones que, a diferencia de las seleccionadas en su libro anterior, no se caracterizan por la unidad de los motivos ni de la técnica ni del estilo. Se podrá encontrar aquí, en cuanto a los temas, desde los relatos de la frustración y la perversidad infantiles hasta los relatos de los vicios de la política y del absurdo de las cosas; narraciones imaginarias, realistas y evocativas, por el estilo; y, por los recursos empleados, relatos en primera persona, en tercera persona y relatos dramáticos. Diríase así que al autor se ha propuesto experimentar el poder de captación del mundo que trae en su literatura, tanto como las posibilidades artísticas de los distintos procedimientos de la narrativa contemporánea y tradicional. O, sencillamente, a la manera de Maupassant sus variadas modalidades de creador en el cuento. En un caso u otro, esta recopilación nos permite acercarnos a la manera, al estilo, a los personajes y a los temas que mejor y más genuinamente lo descubren a Ribeyro.
«Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de los más extraños. Así por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Más tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes que nunca vi publicado, de adiestrar a un mono en gestos parlamentarios, y aún de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastros».
Como ya el propio autor declaró, recientemente, en una charla, haber tomado conciencia de los nocivos efectos que ha tenido en sus escritos la imitación del autor de El proceso, no habrá por qué insistir en este punto. Ningún juicio puede ser aquí más valioso que el de la autocrítica. Este ejemplo, dicho sea de paso, no deberían dejar de advertirlo los imitadores no solo de Kafka, sino de todos aquellos escritores igualmente antirracionales, abismáticos y suicidas. De aquellos que proclaman, con Sartre, que «el hombre es una pasión inútil».
Los elementos que hacen del otro polo de la narración («El banquete») una creación auténtica, son estos tres: a) la composición narrativa, b) la actitud narrativa y c) el realismo narrativo.
a) «El banquete» es la historia de una misión frustrada. El protagonista, un personaje de provincia, trata de conseguir del presidente de la República un nombramiento de embajador en Europa y un ferrocarril a sus tierras en la montaña. Con tal objeto organiza una gran recepción en honor de él. La extraordinaria habilidad del narrador se manifiesta en la forma en que deja sentir, a cada instante, el posible fracaso del protagonista en sus objetivos acariciados, cuya revelación constituye el interés máximo de la intriga. Esto se acentúa en los afanes del oferente, complicados por su inexperiencia en estos menesteres, para preparar un festín digno del personaje agasajado; en su angustiosa espera de la confirmación del presidente a su invitación; en su impaciente aguardar, en medio de los discursos y panegíricos que siguen a la comilona, el momento propicio para confiarle su «modesta demanda». Alternado con sus retornos a la ilusión y a la alegría, cuando le llega el anuncio del presidente y cuando recibe la promesa.
Todo este proceso narrativo, mediante un calculado juego de tensiones y distensiones, desemboca en un sorprendente final, como pocas veces suele acertar. Las escenas del banquete, descritas no con excesiva minuciosidad, sino con rápidos pero eficaces apuntes, según conviene a la forma del cuento, coadyuvan apropiadamente a la creación del suspenso. El cuento es la concentración y la síntesis de un acontecimiento.
b) El nombre que se le atribuye al personaje central del cuento ―Fernando Pasamano― delata por sí solo la actitud narrativa: realista, irónica y crítica. El autor se deleita al describir a un hombre «proveniente del interior», tratando de adaptarse a una situación distinta a sus maneras y costumbres («solo había asistido en su vida a comilonas provinciales, en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano», transformando su caserón en un palacio, que le da «el aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada»; derrochando sin tiento su fortuna; mandando a pintar un retrato del presidente para colocarlo en la parte más visible del salón. Pequeñoburgués, y además limeño impenitente, Julio Ramón Ribeyro se regodea descargando su burla y su ironía sobre este mediocre y advenedizo terrateniente. Por eso, en «El banquete», quizá como en ningún otro de sus cuentos, el punto de vista del autor aparece bien marcado. Nada de narración impersonal, nada de monólogos, nada de asociaciones de ideas. El autor está siempre conduciendo el relato, está siempre presente en sus anotaciones y comentarios.
c) El cuento expone un aspecto de nuestra realidad, y más concretamente, un episodio de nuestra realidad política. No es que creamos que esta referencia le de calidad al cuento, pero sí podemos decir que le concede una mayor significación, y por lo mismo, un mayor interés. Es probable que el autor no haya tenido la intención de destacar este detalle, y si lo ha utilizado es porque se prestaba para crear un determinado efecto narrativo. Pero el hecho es que ha descrito la realidad. Y el describir la realidad lleva ya implícito e inevitablemente un germen de crítica, según lo reconoció el propio autor en su primer libro. Ahora bien, si la literatura solo debe aspirar a describir la realidad, o sí, además debe ser un instrumento de su transformación, es materia que cada escritor lo resolverá de acuerdo con su situación, sus aspiraciones y con el grado de conciencia que tenga de las relaciones sociales. En todo caso, en este cuento hay, por lo menos, ya una cierta insinuación de inconformismo. La estructuración del cuento abarca no solamente la peripecia de un terrateniente, sino también el modo de actuar de un gobernante. A través de este episodio se denuncia el contenido de nuestra política. Es decir, el contenido de la política de las clases que dominan el Perú. En un breve diálogo, el autor deja ver que el nombramiento de un embajador no está en función de una carrera diplomática, de un servicio profesional, sino del parentesco y los halagos, como podría serlo también del partidarismo y del servicio electoral; que la realización de una obra pública no obedece a los intereses de la colectividad, sino a los intereses de un particular, en este caso, un terrateniente. He aquí como lo muestra el autor:
«Al fin, cerca de la media noche, cuando ya el Ministro de Gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salita de música y allí, sentados en uno de esos canapés que en la Corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta demanda.
―Pero no faltaba más ―replicó el presidente―. Justamente queda vacante en estos días la Embajada de Roma. Mañana en Consejo de Ministros propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en Diputados una comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré en mi despacho a todos los miembros y a usted para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga».
¿No está expresado en este cuadro uno de los aspectos más visibles y palpables de nuestra realidad política, actuante y vigente?
No pensamos que este género de cuento sea el que mejor cultiva Ribeyro. También muestra su gran pericia de narrador en la narración evocativa («Los eucaliptos») y en la narración dramática («Explicaciones a un cabo de servicio»). Pero es en «El banquete» donde ha sabido conjurar, mejor que en las otras narraciones, las cualidades del eximio conteur. Y esto es ya un índice.

miércoles, 25 de enero de 2012

Sobre «Los gallinazos sin plumas» (1955)


CISNEROS, Luis Jaime (1956). «Cuentos de Ribeyro». En: «Suplemento Dominical», de El Comercio, Lima, 22 de enero, p. 9.

Denunciando un meticuloso y constante huir de las fórmulas, agazapado en una simple sintaxis, con vocabulario reducido y preciso, Julio Ramón Ribeyro ha reunido en volumen algunos de sus cuentos. Ya teníamos noticias de su predilección por el género y de su habilidad. El volumen lo confirma, al mismo tiempo que muestra una línea uniforme, de la que voluntariamente no quiere salirse el autor. Si damos crédito a sus palabras iniciales (y son de lectura imprescindible), el mismo Ribeyro piensa que este libro da por liquidada una etapa e inicia para él otra distinta. Esta es su etapa de 1954. Y los cuentos que en esta edición ha congregado reflejan —como el autor explica— afinidad en la técnica, en el tema, en el estilo y en la intención. Quizá todo ello contribuya a que la impresión final, tras la lectura de cuadros monótonos que repiten técnica, estilo, tema e intención, sea la que es.
La ciudad costeña es el signo topográfico de toda la colección; mejor dicho, la ciudad de Lima, que a veces solo aparece sugerida (los mismos «gallinazos» son el recurso evocador), a veces imprecisa en la niebla exterior que envuelve muchos cuadros. A través de ellos se confirma también la confesada antipatía de Ribeyro por los «datos topográficos demasiados concretos, por la manía de localización excesiva» las cosas ocurren «por aquí» y «el día menos pensado»: ni precisión en el tiempo ni en el espacio. Con lo cual está conseguido voluntariamente el repetido espectáculo de una angustia interior: desde ella parte el autor para sumergirse en el mundo social de la gente trabajadora y penetrar sigilosamente en sus interioridades. Lo suyo no es el relato, ni es novela corta. Tampoco es narración. El autor lo advierte en las páginas liminares al establecer esas diferencias: ofrece fragmentos, que en su sentir son lo característico del cuento. Retazos de vida desvinculados del tiempo y referidos a «un tiempo» secreto que es obsesión íntima y permanente de todos sus personajes. Se trata de poner en relieve un fragmento de la vida, para lo cual se coloca al lector en contacto «con el nudo de la trama, cuyo sentido se le ira progresivamente revelando». Para sacarlo del común denominador del «hecho curvilíneo y simple» a que reducirían al cuento las tres unidades clásicas, Ribeyro utiliza procedimientos especiales base de la técnica ofrecida por la colección que nos ofrece: «el monólogo, la remembranza y la asociación de ideas».
No buscaremos tesis en esta serie de cuentos, pues no parece haberla en la intención del autor, desde el momento que se adelanta a afirmar la poca aptitud del género «para el desarrollo de una tesis del planteamiento de una solución». No la hay, y no vale la pena buscarla.
Si podemos conceder al dramatismo como nota general, más lograda en unos cuentos que en otros («Los gallinazos sin plumas», por ejemplo, que da nombre a la colección; «El primer paso»), no coincido con Ribeyro en la impresión de sordidez que la relectura parece haberle deparado. Hablaría mejor de lo penumbroso, garantizado por la importancia que en los textos adquieren las horas de la penumbra: el amanecer, como en «Los gallinazos sin plumas»), el atardecer que preside el diálogo de Paulina y su padre («Interior L»), el presentimiento de la aurora o los tímidos golpes de luz del farol que iluminan la cara de Janampa en «Mar afuera»; la misma luna que deja a Mercedes pensativa en contraste con la vela ardiente («Mientras arde la vela»), la medianoche en la que ha de resolverse el destino de Justa, en «La tela de araña».
En contra de lo que recientemente se ha dicho, creo que merecen atención las líneas con que Ribeyro encabeza su colección. Hay razones que abonan su lectura. Los autores jóvenes del Perú no suelen ofrecernos en sus primeras producciones lo que podría llamarse una definición o una autocrítica. Lo suyo está más librado a la ventura. La definición o la autocrítica pueden tener ciertamente sus desventajas: a veces todavía la «idea de la literatura» está más pegada a los libros ajenos que ligada a la experiencia vital del autor; otras veces denuncian vida y preocupación de escritor. Y creo que es el caso de Ribeyro. Estas líneas previas de su libro atestiguan el hombre escrupuloso, que hace de la vocación su propio gabinete de trabajo, que busca asimilar las influencias y está todavía en lucha con ellas, que sabe cómo el acierto no consiste en saber cuánto es lo recorrido sino lo que resta por recorrer y se prepara, armado de esa revelación, con decoroso y ejemplar espíritu de entrega.
«Los gallinazos sin plumas» es el cuento inicial. Es además el mejor y el más depurado de todo el breviario. Se mueven los personajes a a lo largo de un sigilo tembloroso, en que se gestan el descontento y la rabia, la resignación y la lujuria, la avara avidez del dinero y el dolor prolongado y heroico. Efraín y Enrique ocupan el primer plano, a pesar de que es el abuelo viejo y el cerdo Pascual los que parecen ocupar, por los contornos exactos con que los pinta el autor, el mejor sitio. Es el cuento en que la misma técnica de que habla Ribeyro ha dado un respiro y lo deja moverse con beneficio de la agilidad.
Caracteriza a los cuentos siguientes la predilección por los desdoblamientos temporales y espaciales. La vida avanza pero está llena de reminiscencias; cada acto a que la vida nos convoca es eficaz estímulo para perderse en un mundo de recuerdos, especialmente de aquellos que pueden ser la explicación remota de nuestra realidad actual: «Dionisio lo miró a los ojos. Al fin podía verlos, cavados simétricamente sobre los pómulos duros. Parecían ojos de pescado o de lobo. ―‘Janampa tiene ojos de máscara’, había dicho una vez la prieta. Esa mañana, antes de embarcarse, también los había visto» («Mar afuera»); «El colchonero bebió un sorbo, mientras observa las trenzas negras de Paulina y su espalda tenazmente curvada. Un sentimiento de ternura y de tristeza lo conmovió. Paulina era lo único que le quedaba de su breve familia. Su mujer hacía más de uno año que muriera víctima de la tuberculosis. Esta enfermedad parecía ser una tara familiar, pues su hijo, que trabajaba de albañil, falleció de lo mismo algún tiempo después» («Interior L»); «El reloj marcó las tres y media y Danilo temió que Estrella se marchara, o peor aún, se comprometiera con algún cliente. Él le tenía recomendado que esa noche no saliera del bar y que esperara su llamada pues tenía algo importante que comunicarle. Estuvo a punto de decirle: ‘Espérame lista, que saldremos de viaje’. Pero quizá fue mejor no adelantar nada. Panchito le había recomendado discreción. ‘No hay que meter a las mujeres en la danza’, era el consejo que siempre tenía a flor de labios. Estrella, sin embargo, no era una mujer como las otras» («El primer paso»). Estos recursos obligan al estilo directo, que da tono uniforme a la mayoría de los textos.
La sensualidad es matiz que suele presentarse en algunos cuentos. Está presente en la intención con que el padre de Paulina observa «las anchas caderas de su hija», o en el adivinable bochorno con que luego ha de mirar «su espalda amorosamente curvada, sus caderas anchas», o todavía en la secretamente lujuriosa y triunfal observación: «Se la veía más redonda, más apetecible» («Interior L»). El realismo gana sus mejores momentos en pasajes como aquel en que Moisés, vencido por el alcohol, exige a gritos luz desde su vigilia: «¡Un poco de luz! ¡No veo nada! ―y por el labio leporino le saltaba la baba» («Mientras arde la vela»). Y alcanza a lo grotesco en otro pasaje del mismo cuento: «Los vecinos que habían olido seguramente a muerte, como los gallinazos, comenzaron a llegar. Entraban asustados, pero al mismo tiempo con ese raro contengo que produce toda calamidad cercana y, sin embargo, ajena».
Aparte de algunas metáforas felices («la ciudad despierta y viva abría ante ellos su gigantesca mandíbula», que nos presenta la voracidad sorprendente de la ciudad limeña), y de algunas adjetivaciones de buena factura (las seis de la mañana es «la hora celeste y mágica» en la que se cumple el «paseo siniestro» de los basureros; y además de algunas curiosidades de estilo, como la unión de concretos y abstractos, testimoniada cuando los nocherniegos regresan a sus casas «envueltos en sus bufandas y en su melancolía», hay una nota sustancial en la colección que Ribeyro nos presenta. El animismo. A las seis de la mañana «la ciudad se levantaba de puntillas y comenzaba a dar su primeros pasos». No es «la ciudad», lo sabemos, sino lo que ella representa: la suma de hombres que ella es: las personas «que recorrían a esa hora la ciudad; las beatas que «se arrastraban penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias»; los noctámbulos «envueltos en su bufanda y en su melancolía»; los obreros, los basureros, los canillitas, «transidos de frío», son los que ayudan a ver este desperezo de la ciudad y la empujan a dar «sus primeros pasos» («Los gallinazos sin plumas»). Otros ejemplos podemos hallar, para cerrar los testimonios: «Lentamente el murmullo fue decreciendo y en un momento inaprehensible, como el que separa la vigilia del sueño, el silencio apareció», «se vio de pronto libre, en la calle; en el centro mismo de su domingo, bajo un sol rabioso que tostaba la ciudad» («En la comisaría»).
Si hubiera que decir, en elogio de Ribeyro, palabras elogiosas, habría que buscar las que al mismo tiempo que consignaran sus aciertos y sus timideces de hoy, pudieran vaticinar, frente a esta etapa liquidada, una renovación de su técnica y augurar la decisión de no tener miedo a la aventura creadora. Con ellas quiero dejar constancia de lo que el libro ha logrado y de lo que Ribeyro puede alcanzar.