martes, 7 de febrero de 2012

Sobre «Las botellas y los hombres» (1964) y «Cuentos de circunstancias» (1964)


DELGADO, Wáshington (1964). «Las botellas y los hombres. Tres historias sublevantes». En: Visión del Perú, número 1, Lima, agosto, pp. 29-30.



Si yo tuviera que escribir un ensayo sobre la obra literaria de Ribeyro, lo titularía: «Julio Ramón Ribeyro o la timidez». Efectivamente, todo lo que ha publicado hasta ahora nos da la idea de un escritor cauteloso y agudo, muy seguro de sí mismo, muy dueño de su estilo, consciente de su valor y que, sin embargo, no se atreve a entregarse íntegramente, apasionadamente, en una obra de aliento. Su libro Las botellas y los hombres, en el que aparentemente se recogen cuentos escritos hace ya algún tiempo, confirma esa impresión; son relatos construidos en una prosa exacta y fina, desarrollados con precisión, pero en los cuales se nota muy claramente el alejamiento del autor, una frialdad artística acaso excesiva. Se repiten en este libro habilidades ya conocidas; por ejemplo, la enorme capacidad de Ribeyro para presentar a un personaje en sus rasgos esenciales y dibujarlo con dos trazos exactos; de colocarlo frente al lector inmediatamente. Esta capacidad es un don poético subyugante que le pertenece, casi diría, por naturaleza.

Otra característica notable de Ribeyro es su variedad; acaso no haya habido en toda América Latina narrador tan versátil, de una amplitud intelectual tan grande que le permite desarrollar argumentos diferentísimos y hasta encontrados; dos de sus cuentos más conocidos lo ejemplifican claramente: «La insignia» y «Los gallinazos sin plumas». En Las botellas y los hombres sucede lo mismo; en breve espacio se juntan anécdotas realistas, satíricas y fantásticas; tal vez por eso no hay juicios unánimes acerca de su obra. Yo le hablado con varias personas sobre este su último libro y casi no había dos que estuvieran de acuerdo: uno prefería «Los moribundos», otro «Por las azoteas», otro «Vaquita echada». La versatilidad de Ribeyro está confirmada en los juicios de sus lectores; y también está confirmada su timidez: aunque todos los libros que ha publicado hasta ahora hay unidad estilística, parejo lenguaje e igual sabiduría narrativa, Ribeyro no se identifica nunca con sus temas y sus personajes, parce jugar continuamente con todas las posibilidades que se le abren a su arte exquisito sin demorarse en ninguna; es esta una virtud en la que no conviene perserverar por mucho tiempo. El despego y la frialdad objetiva pueden servir para el mejor trabajo artesanal, pero hay ocasiones en que el arte necesita nutrirse con emociones profundas. Es cierto que, en el libro que comento ahora, el alejamiento del autor contribuye en «El jefe» a precisar la atmósfera caricaturesca y el clima satírico; que en el relato más extraño del volumen, «Por las azoteas», ese alejamiento acentúa la libre fantasía; y que en «Vaquita echada» la casi asfixiante objetividad da más relieve al carácter de los personajes. Pero en «Los moribundos», tal vez el mejor argumento del libro, la objetividad y el despego resultan más bien dañosos; este relato necesitaba pasión y fuerza, profundidad crítica y emoción humana. Ribeyro ha desaprovechado una historia extraordinaria (por su excesiva cautela) por su conciencia demasiado despierta, por su afán constante de no comprometerse, de no introducir sus emociones personales en la trama artística.


Creo que Tres historias sublevantes es un paso importante en el camino de Ribeyro. Es notable la seguridad técnica, la elegancia formal, común a todos sus libros anteriores, pero que en este alcanza su madurez, su plenitud. Cada uno de los cuentos está escrito con una técnica diferente: el primero es un relato en primera persona, de ritmo lento y parsimonioso que concuerda sutilmente con el apagado paisaje costeño que sirve de fondo a la acción; el segundo sucede en la sierra, es más rápido y acezante, dicho también en primera persona, pero no por el protagonista, como en el caso anterior, sino por un personaje secundario, por un testigo accidental de la acción, que de ese modo se nos aparece de un modo tangencial y abrupto; el tercer relato acontece en la selva y su técnica es más complicada: una sucesión de monólogos dichos o pensados por cada uno de los personajes que intervienen directa o indirectamente en el drama, que se desencadena de una manera prefijada, incontenible.

Pero hay un mérito más de Ribeyro en este libro: su propósito de sumergirse en una realidad peruana recreada con amor. La primera historia, «Al pie del acantilado», es, para mi gusto, la mejor. El ambiente y los personajes están dibujados con gran exactitud, el argumento avanza con una lógica rigurosa e implacable; nada en el relato es excesivo y aunque siempre notamos la ausencia de una íntima pasión creadora hay cierta amarga grandeza en la historia de las gentes humildes que nada poseen y que se agarran instintivamente a un pedazo de tierra inhóspito junto al mar. El despego artístico que acentuaba la gratuidad de algunos cuentos anteriores suyos sirve en «Al pie del acantilado» para aumentar la amargura y la verosimilitud de la anécdota.

La segunda historia, «El chaco», es fuerte y violenta, pero hay algo de falso en ella; la frialdad de Ribeyro parece esta vez un recurso para disimular su desconocimiento del ambiente. Encuentro cierta semejanza entre esta historia y el admirable «Calixto Garmendia», de Ciro Alegría: ambos narran la impotencia de un hombre del pueblo en su lucha contra los poderosos. El relato de Ribeyro es más duro y trágico, pero lo siento menos verdadero que el de Alegría, menos noble también y menos triste.

La tercera historia, «Fénix», es por su técnica complicada y preciosa, la más brillante de las tres, y también la más artificiosa, la menos vivida y viviente. El drama de un hombre fuerte de un circo, aplastado por la vida y que se venga enloquecidamente, durante una pantomima, de su opresor más inmediato, es, a todas luces, elaborado y literario. Las otras dos historias relatan anécdotas más o menos típicas de los ambientes donde se desarrollan; «Fénix» con su circo ambulante sucede en la selva solo por accidente. Un circo es, además, un lugar universal y romántico, un mundo aparte, fácilmente poetizable y donde la fantasía psicológica de un escritor circula con libertad. Esta historia nos muestra con claridad una faceta importante, una predilección de Ribeyro: los personajes desasidos de la realidad inmediata y común. Estudiantes desorientados, vagabundos, aristócratas desvencijados, en decadencia y, en todo caso, gentes de la pequeña burguesía colocadas en una situación singular, desusada, son los materiales de sus cuentos. Cuando alguna vez señala acontecimientos típicos de una realidad cotidiana como en «El banquete» (Cuentos de circunstancias, 1958) y «El jefe» (Las botellas y los hombres, 1964) lo hace de una manera estilizada y caricaturesca. «Fénix» tipifica una tendencia íntima de Ribeyro, explica en parte su objetividad, su despego artístico y, por último, explica los peligros a que está expuesto su arte. Yo creo que Ribeyro debe decidirse ya a escribir una obra grande, una novela; le sobra capacidad para hacerlo, como lo demuestra Crónica de San Gabriel, novela menor pero excelente; debe también decidirse a examinar la realidad que lo circunda con más pasión y con más amor. Quienes admiran su arte esperan mucho de Ribeyro y saben que puede hacer mucho más de lo que él mismo cree.

Sobre «Las botellas y los hombres» (1964) y «Cuentos de circunstancias» (1964)


OQUENDO, Abelardo (1964). «Julio Ramón Ribeyro. Los hombres y las botellas. Tres historias sublevantes». En: Revista Peruana de Cultura, número 2, Lima, julio, pp. 142-146.



En el prólogo a Los gallinazos sin plumas (1955), su primer libro de cuentos, Julio Ramón Ribeyro se encargó de precisar el sector de la realidad que de preferencia le interesaba: el de las clases más bajas de la sociedad urbana. Las botellas y los hombres (1964) confirma esa predilección por la miseria y las ciudades. Entre estas últimas, es Lima el escenario preferido de sus cuentos. A través de ellos, surge una visión de nuestra capital hasta hace algunos años pretérita por la literatura, pues, por largo tiempo, el «pueblo» y aun la clase media sirvieron solo para ejercitar el «humor criollo», la «agudeza limeña». La Lima de Ribeyro es chata, fea, si se quiere lamentable, pero real; más real, al menos, que esa otra «alegre y dicharachera» o refinada y gentil en cuya invención se atarearon tantos escritores y periodistas y todavía se entretienen algunos.

Conviene advertir, sin embargo, que la fealdad que acusa Ribeyro no es tanto física cuanto moral. El carácter ético se advierte en su pintura de la miseria: la de sus personajes se define más que por sus escasos medios económicos, por su falta de valor, por su irremediable fracaso. Ni cumplidores de la ley ni delincuentes, ni buenos ni malos, tampoco despreciables, los personajes de Ribeyro son dignos de conmiseración, de esa conmiseración que producen, muchas veces, la flaca y triste condición de los hombres, el espectáculo general de la vida.

Frente a ese espectáculo, Ribeyro aparece como un observador minucioso y reflexivo, de ninguna manera como un partícipe de la acción. Detrás de la mayoría de sus cuentos se descubre un decantado proceso mental, una voluntad que dirige su creación con inteligencia y acierto pero que también, de alguna manera, la enfría. Aunque quizá este último no sea el verbo más adecuado para lo que intenta decirse aquí: que los personajes de Ribeyro son vistos con hondura pero sin compasión; es decir, sin que su peripecia o su padecimiento lleguen a sentirse como propios.

Ribeyro entiende el cuento —y recurro a su personal apreciación, que aún continúa válida en su obra— como un momento culminante, como un intenso fragmento de la vida. Es así en él, pero el recorte de ese fragmento parece no proceder de la vida sino de la meditación sobre la vida. Que ello sea un defecto o no (¿qué realismo no participa de esa condición en alguna medida?) depende de lo que cada cual exija a la literatura. Me limito, pues, a señalar una característica que implica un riesgo: el de disminuir en los protagonistas la plenitud o la verdad vitales.

Sea como fuere, una curiosidad intensa, una búsqueda tenaz aunque sin optimismo parece presidir, hasta aquí, la creación de Ribeyro. En cierto modo podría ejemplificarse esta actitud con la cita siguiente: «Lo único que me interesaba era ver cómo los muertos, al morir, trataban de abrir la boca [...]. Me llamaba la atención la risa de los muertos, una risa que yo encontraba, no sé por qué, un poco provocadora como la risa de aquellas personas que lo hacen sin ganas, solamente por fastidiarnos la paciencia» («Los moribundos»). Esta actitud es, en parte, la de Ribeyro. Como también es suya la reflexión que sigue inmediatamente a la cita que se acaba de hacer, reflexión que se refiere a cómo la abundancia de la desgracia despoja a esta de todo patetismo: «Ya no parecían hombres los muertos en camionadas. Parecían cucarachas o pescados». El mundo sobre el cual Ribeyro se inclina para mirar amontona así la desdicha. Y, más por ella, Ribeyro se interesa por los gestos que hacen al vivir los desdichados. Esos gestos denuncian, en la gran mayoría de sus cuentos, la rendición o el fracaso.

En sus libros de cuentos anteriores Ribeyro matizó esta visión más bien sórdida —todavía entonces no tan acusada— con la ironía o la burla y, más exitosamente, con la evocación poética de hechos vinculados a su propia experiencia. En este libro no se va más allá de un dejo irónico, de una cierta sonrisa amarga y corrosiva. Sin duda, esta vez ha querido ofrecer una uniformidad mayor en los cuentos que agrupa. Pareja como la técnica lineal y simple, sin accidentes, que en todos ellos exhibe, comprime en este libro una impresión inmediatamente perceptible de la debilidad de los hombres para sobreponerse a situaciones negativas, de su incapacidad de actuar contra la injusticia, de su sometimiento a un orden establecido que íntimamente rechazan. Vida de pobres gentes incapaces de romper el yugo que las unce, en la de los personajes de Ribeyro toda felicidad es un engaño que no tarda en descubrirse.

«Las botellas y los hombres» (cuento que da título a este volumen), «El jefe» y «Una aventura nocturna» conforman una trilogía de la ilusión que se destroza y deja paso a una realidad aún más oscura. «La piel de un indio no cuesta caro» y «De color modesto» muestran dos actitudes rebeldes que carecen de la grandeza imprescindible para no frustrarse. «El profesor suplente» es la historia de un fracaso que sobreviene definitivo antes de que la aventura se emprenda. Los personajes de Ribeyro resultan, así, prisioneros de un destino impuesto en el que se hunden más en cuanto intentan escapar.

Hasta Las botellas y los hombres Ribeyro siempre había mostrado a los seres de su invención humillados en su ineptitud y en su miseria, pero nunca como ahora tan duramente. Su visión se ennegrece, pues, sin que esto quiera decir por necesidad que es la suya una literatura que progresa hacia lo negativo. No es la condición enfermiza o saludable de su literatura, depresiva o provocadora de reacción contra lo que describe, lo que interesa aquí. Es obvio que todo ello revela inconformismo e implica una postura crítica, pero esta nota no pretende otra cosa que explorar el mundo de un narrador singular por sus virtudes, una de las cuales, es precisamente, ofrecernos una visión del mundo con matices personales y nítidos.

Se ha dicho que la mirada de Ribeyro insiste en un cierto sector de la sociedad. Ese sector fue, casi exclusivamente, el de las clases llamadas bajas. Él mismo escribió, en 1955, que ello «puede revelar una preferencia de orden sentimental o un dictado de orden técnico. En el fondo son las dos cosas: simpatía, deseo de penetrar y comprender esta esfera social y, por otra parte, simplicidad de las anécdotas y de los conflictos que facilitan su trasposición literaria. La observación y la crítica de las pequeñas y grandes esferas de la burguesía exigirían una mayor agudeza o una mayor compenetración, que por el momento considero en mí insuficientes».

Pues bien, en este libro Ribeyro se atreve a tratar otras clases más altas y no para practicar la burla como en «El banquete» (Cuentos de circunstancias, 1958), sino para completar una misma visión: la visión de los vencidos. Dos cuentos de este volumen, «De color modesto» y «La piel de un indio no cuesta caro» ingresan a otro ambiente social: el de un joven arquitecto que tiene una casa de campo, el de las fiestas de Miraflores donde el que llega a los 25 años sin tener auto es mal visto. Pero en uno y otro caso sus protagonistas son tan pobres como siempre. Más allá de las diferencias sociales o económicas, Ribeyro parece postular aquí un denominador común para los hombres: la miseria moral. El mundo de los jefes, el de los triunfadores, del que su obra apenas si acusa el peso, la opresión, parece empezar así a unificarse con el que está en su reverso.


Pero toda esta visión se transforma, experimenta un cambio inesperado, en el último libro de Julio Ramón Ribeyro: Tres historias sublevantes. Precisamente cuando, como acabamos de ver, Las botellas y los hombres cargaba los tintes sombríos del fracaso y la miseria interior con que suele pintar Ribeyro a sus personajes; cuando todo conducía a creer que las características de su mundo no solo se acentuaban sino empezaban a extenderse, a penetrar en otros sectores sociales; cuando parecía que, para Ribeyro, la frustración no era una consecuencia de las injusticias que determinan las diferencias sociales y económicas sino algo más, algo quizá inherente a la condición humana, tres cuentos que aparecen inmediatamente después que Las botellas y los hombres nos ofrecen una versión rebelde, heroica y victoriosa, una versión edificante de la realidad que se contrapone a esa otra deprimida y vejatoria a la que nos hemos referido.

Porque si bien Ribeyro continúa urdiendo sus historias con las gentes y en los medios marginales de la sociedad del Perú, ubicándolas en ese vasto sector de exiliados en su propio país que siempre le ha interesado, ahora sus protagonistas conocen el triunfo. Él no significará otra cosa que volver a empezar, como en «Al pie del acantilado»; que una muerte ejemplar, como en «El chaco»; que un impremeditado y ocasional acto de venganza que no libera al esclavo que lo realiza sino que lo convierte en prófugo, como en «Fénix». Pero si se prescinde del aspecto externo de todo esto, es decir, de la eficacia visible de la tenacidad de Papá Leandro, de la rebelión solitaria de Sixto Molina o del asesinato de Marcial Chacón, brota, nítida, la victoria interior de los nuevos héroes de Ribeyro. Arruinados, perseguidos o muertos, todos ellos pueden decir con el perseguido Fénix: «Soy el vencedor. Si esas luces de atrás son antorchas, si esos ruidos que cruzan el aire son ladridos, tanto peor. Los llevo hacia la violencia, hacia su propio exterminio. Yo avanzo, rodeado de insectos, de raíces, de fuerzas de la naturaleza, yo mismo soy una fuerza y avanzo aunque no haya camino, me hago un camino avanzando». Los hombres de Ribeyro son los mismos, pero con otra actitud: la adversidad ya no los rinde; el poder, aunque los derrote, ya no los humilla.

En los dos primeros cuentos de este volumen, Ribeyro mantiene el uso del relato sin accidentes temporales, sin alardes demasiado visibles en la técnica narrativa, pero con elementos sutilmente dosificados para crear el clima adecuado y obtener los propósitos que persigue. Buen delineador de caracteres, observador atento, hábil para elegir sus materiales, consciente de sus posibilidades y recursos, cauto, es decir, sin variar sus características habituales, en estas dos historias Ribeyro se muestra más cálido, más intenso también. Y no solo por la condición combativa, por el nuevo espíritu que infunde aquí a sus personajes, sino porque la extensión misma de las historias le resulta más apropiada para ello. Es interesante destacar además, en ambos cuentos, la soltura para mover los conjuntos humanos, la capacidad de infundirles una presencia sólida, consistente, que muestra el autor. Esto es algo novedoso en él y que le abre ricas perspectivas. Es más, sus protagonistas empiezan a apuntar, ya decididamente, hacia la representación colectiva.

El tercero y último de los cuentos, «Fénix», ofrece, si no la mayor originalidad en el tratamiento, sí la mayor audacia al incorporar técnicas más complicadas y llamativas a los, por lo regular, sobrios procedimientos narrativos de Ribeyro. Sin embargo, es este, en el fondo, uno de sus habituales retratos de la frustración, frustración que apenas si llega a salvarse, en lo que a Fénix se refiere, con el crimen.

Es curioso anotar que «Fénix», historia del resurgimiento de un hombre que se describe como acabado, transcurre en la selva. Con su cabeza de oso en la mano, «decapitado, feliz», al final su protagonista se hunde en los bosques, «tal vez para construir una ciudad». El suyo es un triunfo individualista, solitario, como el de los pioneros de esa región por mucho tiempo llamada, en nuestro país, de la esperanza. En cambio, para la sierra es otra sublevación la que Ribeyro propone en «El chaco». Sixto Molina muere porque allí no cabe la venganza individual, porque la rebelión contra el patrón explotador y tirano debe ser solidaria para alcanzar el éxito. Y en la costa, al filo mismo de la ciudad, pugnando por sobrevivir a su inclemencia, la familia de Leandro nos enseña una lucha en la cual el temple interior, la tenacidad, el indeclinable afán de vivir son las armas principales. Es especialmente esa irrupción del valor moral en la ciudad que ejemplifica «Al pie del acantilado», lo que más llama la atención en Tres historias sublevantes.

Narrador del fracaso y de la cobardía —inclusive su novela Crónica de San Gabriel pinta la descomposición de una clase rural, la del mediano terrateniente—, ¿qué puede haber determinado en él este cambio? Lo más probable y simple, quizá, sea pensar que Ribeyro intenta, no ofrecer una visión intencionadamente positiva en contraste con su obra anterior, sino ampliar su visión del sector de la realidad que prefiere. El contraste existe, desde luego, pero subrayado por el hecho de haberse reunido en un solo volumen estas tres historias «sublevantes», pues Ribeyro, si bien mejor en este libro que en Las botellas y los hombres no es en él sustancialmente distinto. Entre la piedad y la ironía, de la depresión al heroísmo, su obra, sin embargo, se anuncia ahora más rica y el mundo que encierra más pleno.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Sobre «Tres historias sublevantes» (1964)


SALAZAR BONDY, Sebastián (1964). «Ribeyro, nueva perspectiva». En: «Suplemento Dominical», de El Comercio, Lima, 31 de mayo, p. 8.

Tras algunos años de silencio, Julio Ramón Ribeyro ha entregado a los lectores, uno tras otro, dos volúmenes de cuentos: Las botellas y los hombres (1964) y Tres historias sublevantes (1964). En el primero, como lo ha señalado la crítica, se desenvuelven diversos cuadros de la banal existencia del más bajo estrato de la clase media peruana, tensa entre sus aspiraciones burguesas y la proletarización a la que inevitablemente la arrastra la estructura económico-social del país. En esa situación, que condena a los seres a negar en la apariencia su deplorable realidad, se engendran el odio y la frustración. Ribeyro se sitúa como crítico del individualismo que aísla a los hombres de nuestra ciudad y alternativamente los transforma en víctimas o verdugos de sí propios. En verdad, en la conducta convencional, el sometimiento a normas hipócritas, el libre comercio de las ambiciones, la inerme disponibilidad de los débiles ante los fuertes, etcétera, dilapidan los oscuros personajes de este mundillo el brío vital que, en la solidaridad, podría ser, y será un día, creador.
Ese clima no prevalece en Tres historias sublevantes. Acá el escritor ha ampliado su perspectiva. No todos —parece decirnos— aceptan la fatalidad de la miseria y su menoscabo. Y para ilustrarlo están estas tres fábulas de la lucha de los desdichados contra la desdicha, que no es un fátum supremo e inapelable sino un reversible estado de cosas cuyo pívote es la injusticia. «Al pie del acantilado» comienza con una frase que define metafóricamente el empecinamiento popular por imponerse a los obstáculos que, contra su anhelo de pervivir afirmativamente, se le oponen: «Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados». Así brota, se arraiga, persiste y se multiplica la familia que escoge el barranco limeño para levantar su precaria casa y trocar el yermo en morada humana, para humanizar —se diría— una naturaleza infeliz a la que ha sido exiliado el hombre sin trabajo ni pan. No importa que el mar, la ciudad, las enfermedades, hagan bajas en esta comunidad de hombres-higuerillas: seguirán fabricando con nada sus casas, poniendo su esperanza sin término en la tierra dura y seca que les han dejado. El cuento realista se torna así parábola. El personaje se subleva contra la poquedad, el narrador se subleva contra la realidad, que transfigura en relato, y el lector se subleva, a su turno, contra ese cuadro vivo y, al mismo tiempo, imaginado de su contorno moral.
No sé si ese es el sentido del participio presente que adjetiva las tres historias de Ribeyro editadas por Mejía Baca, pero en el segundo cuento, «El chaco», versión de una cacería humana —un trabajador que devuelve los golpes sufre el acoso, y, al fin, la muerte, de los perros de presa del gamonal—, lo que en el relato costeño es pertinacia de higuerilla aquí se ofrece como una guerra, si bien desigual, ya con la presencia de un héroe que está próximo a la epopeya. En el escenario andino, Sixto, el hombre cazado, se yergue como un señor de su vida: deja de ser el minero con los pulmones quemados, el deshecho que viene a respirar el aire limpio de sus valles antes de morir. No será, gracias a su último soplo vital, el residuo apenas palpitante del socavón, sino el dueño de la pasión combativa, la que emplea hasta su último aliento para ganarle al feudal la partida. La sublevación en este cuento tiene un triunfo sin victoria, sí, pero anuncia, exento prosopopeya, que el tiempo de la resignación se está acabando y que la libertad no es dádiva sino conquista.
El tercer relato, «Fénix», ocurre más dentro (geográfica y humanamente hablando) y posee un aire felliniano. El pobre circo de provincias, donde el pulsario descaecido ha terminado por ser el contendor de un oso famélico, es ahí, sin duda, un símbolo. El monólogo interior, del que echa mano Ribeyro para contar esta historia, va deshojando una realidad en la que la carpa, el dueño, el enano, la mujer, el oso, la soldadesca, si se quiere, constituyen alegorías de la ruptura del equilibrio entre la pugna y la atracción, del rechazo de un destino impuesto y de la sublevación en que, cuando el enfrentamiento sea directo entre el explotador y el explotado, la ficción circense se torna drama y, más aún, se torna liberación. Cuando Fénix ha derrotado al patrón-oso, puede exclamar: «Soy el vencedor. Si las luces de atrás son antorchas, si esos ruidos que cruzan el aire son ladridos, tanto peor. Los llevó hacia la violencia, es decir, hasta su propio exterminio. Yo avanzo rodeado de insectos, de raíces, de fuerzas de la naturaleza, yo mismo soy una fuerza y avanzo aunque no haya camino, me hago un camino avanzando...». Todo está dicho.
Y todo está dicho —lo cual es fundamental— sin sacrificio de la literatura. El libro es, en cierto sentido, vaticinador, pero, explícitamente, no formula premoniciones. Revela el tesón de la existencia, su inmortal disponibilidad de transformarse y transformar sus productos, desde el individuo hasta la comunidad, por sus propios medios, ya sea reproduciéndose en los desiertos como la higuerilla, convirtiendo el asedio asesino en una hoguera heroica, trocando, la simulación en una sangrienta verdad. Tres historias sublevantes, a diferencia de Las botellas y los hombres, no obstante ser ambos libros del pleno dominio del autor sobre sus temas y sus medios, no contiene la atmósfera gris, paciente, chejoviana —como lo ha señalado Oviedo— de la humanidad de la medianía, sino una suerte de voluntad de acción rebelde a punto de hacer algo trascendental.

Sobre «Las botellas y los hombres» (1964)


OVIEDO, José Miguel (1964). «Soledad y frustración de una sociedad. Cuentos de Julio Ramón Ribeyro». En: «Suplemento Dominical», de El Comercio, Lima, 10 de mayo, p. 8.



En Julio Ramón Ribeyro, nuestro realismo urbano tiene a uno de sus más auténticos representantes, y a uno de sus narradores jóvenes más enterados, tenaces y con prestigio aun fuera del país. Cuando se habla de Ribeyro se le asocia inmediatamente a una imagen característica de Lima: la ciudad semimoderna, gris y profundamente triste en la que vive nuestra clase media urbana, compuesta por humildes profesionales, empleaduchos, profesores, cobradores, que habían desfilado por sus dos anteriores colecciones de cuentos (Los gallinazos sin plumas, 1955; Cuentos de circunstancias, 1958). Apreciar hasta qué punto el autor había afinado su percepción y ampliado su actitud comprensiva hacia estos dos grandes objetos literarios —Lima, la clase media: la urbe de hoy, en síntesis— era una cuestión de importancia para establecer el rumbo por el cual marchaba al comenzar su madurez de escritor. La respuesta que la tenemos en Las botellas y los hombres, su último libro de cuentos, colección en la que se encuentran, seguramente, algunos de sus relatos más admirables, más nítidos en intención y forma.

El cuento que da título al libro (y que hace pensar, erróneamente, en un estudio de alcoholismo como una constante social) es el más flojo del conjunto y, en realidad, no merece encabezarlo: reúne dos figuras humanas bastante patéticas —el hijo social climber [trepador], el padre borracho y vulgar— para mostrar cómo la primera, entre los humos del alcohol y la violencia, reencuentra las raíces que lo atan a la segunda, a su origen pobre, a sus gruesas diversiones; sin embargo, el acontecimiento desencadenante de la cruel pelea entre los protagonistas —las injurias del padre contra la madre— parece demasiado diminuto o demasiado manido, o ambas cosas a la vez: en todo caso, ineficaz para justificar el destino que se decide al final. Un aspecto de interés en este cuento es el uso, más agudo que nunca, de la lengua popular (francamente, nuestra jerga criolla: «hay que venir muy palé, con pantalón tubo», «pásame la dolorosa», etcétera) para acentuar los perfiles de un ambiente pintoresco y zafio.

Los tres cuentos que siguen son de muy distinto tono. «Los moribundos» es un notable, humanísimo relato —probablemente construido a partir de un recuerdo de infancia del autor— sobre un episodio de la guerra del 40 con Ecuador: esta historia de unos niños que ven cómo se deja morir a un soldado peruano, de quien solo se atreve a compadecerse otro ecuatoriano, también herido, mientras mientras afuera resuenan los gritos de victoria, contiene una austera y conmovida protesta contra la injusticia de la guerra, de toda guerra. Con «La piel de un indio no cuesta caro», el libro penetra más decididamente en el terreno de la crítica social (que, por cierto, no falta en casi en ningún cuento) y en el ámbito de una clase media emergente, ansiosa de poder, fría en sus cálculos, ostentosa. Un pequeño sirviente serrano muere electrocutado en los terrenos de un club exclusivo, a causa de una instalación eléctrica deficiente, Miguel, su joven patrón lo sabe, y durante unas horas se deja guiar por los impulsos generosos que esa muerte despierta en él, pero la presión, la influencia de sus amigos, la frívola indiferencia de su mujer (una acertada contrafigura o producto de ese lujo y del sistema que soporta ese lujo), lo doblegan: Miguel renuncia a la justicia y se resigna a la habitual caridad del dinero. «Por las azoteas» está escrito en un estilo lírico y fuerte actitud de sugestión («A los diez años ya era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos») que recuerda a «Los eucaliptos», esa bella evocación de los dorados años de la niñez en una Lima idílica y apacible; aquí es un niño autocoronado como el amo de las típicas azoteas limeñas, que encuentra a un fantasmagórico personaje —una especie de filósofo bondadoso, de vagabundo sabio— que enriquece su imaginación y le brinda la experiencia de la muerte.

Lo mejor del volumen está en el resto: son los cuentos realistas del drama cotidiano que vive la clase media más oscura, drama que se resuelve habitualmente en la frustración y en la «soledad social» (el sentirse pertenecer a una clase sin destino, sin conciencia de ella misma); son los cuentos más fluidos y naturales de Ribeyro, los que dejan el sabor melancólico, agridulce, de la continua derrota que acompaña a ciertos seres y los ata a un contexto social mezquino; son, en fin, cuentos chejovianos: anécdotas de lo trivial, diálogo de sordos, atmósfera de implicancias y sutiles alusiones, incisiva penetración en el fundamento económico de la sociedad para explicar su «lucha de clases», etcétera. La frustración brota inclusive ante el aspecto físico de los barrios en los que se refugia la pequeña burocracia limeña: «Cuando el ómnibus lo desembarcó en Lince, Ramón se sintió deprimido, como cada vez que recorría esos barrios populares sin historia, nacidos hace veinte años por el arte de alguna especulación, muertos luego de haber llenado algunos bolsillos ministeriales, pobremente enterrados entre la gran urbe y los lujosos balnearios del sur. Se veían chatas casitas de un piso, calzadas de tierra, pistas polvorientas, rectas calles brumosas donde no crecía un árbol, una yerba». La cita corresponde a «Dirección equivocada», cuento en el que un cobrador halla la casa que busca, pero que no se atreve a cumplir su cometido cuando, tras el rostro femenino que lo atiende, advierte que «ese mundo estaba desierto, que no guardaba otra cosa que una duración dolorosa, una historia marcada por el terror». «El profesor suplente» se inicia con estas notas de sórdida trivialidad: «Hacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los transportes, de los aumentos de ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres...»; y termina con la frustración: Matías, cobardemente, no se atreve a dictar la clase que le han conseguido y afirma, para huir, que es solo un cobrador. «El jefe» es una irónica crítica a la efímera camaradería de jefes y empleados, en cuanto disimula la verdad: un mundo de jerarquías, de órdenes y sistemas abstractos. Son excelentes cuentos chejovianos «Una aventura nocturna», que culmina en una escena de casi grotesca frustración sexual, en la que Arístides comprende que está condenado a pertenecer a «esa familia de gentes que, como él, llevaban en la solapa la insignia invisible de la soledad»; «De color modesto», en el que Alfredo, después de exhibir «descaradamente el espectáculo de su soledad», enamora a una sirvienta negra, la defiende en un incidente policial, pero es incapaz de mostrarse con ella en el parque Salazar, en «todo ese mundo despreocupado, bullanguero, triunfante, irresponsable y despótico calificador». Pero el cuento verdaderamente extraordinario y perfecto del libro se titula «Vaquita echada», paradigma de la objetividad narrativa, del manejo del interés y el suspenso, que contiene una potente crítica a la deshumanización del mundo burgués. Es el más chejoviano de todos porque consiste, por completo, en la elusión deliberada de una acción —que solo se comenta vagamente, a medias palabras, con retazos de diálogo— que presenta, con frío verismo, la deformación de los sentimientos en el juego formal del cumplimiento social, la mecanización de las relaciones humanas y la inercia de la rutina.

Julio Ramón Ribeyro ha dado en Las botellas y los hombres una muestra muy exacta de la maestría de cuentista que ha alcanzado al pisar apenas los 35 años, y ha enriquecido a la narrativa peruana con un buen grupo de relatos cortos que ofrecen, con todo rigor formal e intelectual, un testimonio de la sociedad en que vivimos, de sus más dolorosas contradicciones y angustias.

Sobre «Las botellas y los hombres» (1964)


OQUENDO, Abelardo (1964). «Los pobres diablos de Ribeyro». En: Expreso, Lima, 3 de mayo, p. 10.



En el prólogo de Los gallinazos sin plumas (1955), su primer libro de cuentos, Julio Ramón Ribeyro se encargó de precisar el sector de la realidad que de preferencia le interesaba: el de las clases menos favorecidas por la fortuna (así las llama el eufemismo local) que habitan las ciudades. Las botellas y los hombres (1964), su último libro, confirma esa predilección por los ambientes urbanos y la miseria. Sus simpatías, pues, no han variado hasta hoy. Sin embargo, entre uno y otro conjunto de narraciones hay más de una diferenciación.



Lima, la horrible

Los medios urbanos que con asiduidad mayor frecuenta Ribeyro pertenecen a la capital. De sus obras surge una Lima que hasta hace pocos años fue preferida por la literatura (por largo tiempo el «pueblo» y la clase media sirvieron solo para ejercitar el humor criollo), una Lima chata, fea, lamentable si se quiere, pero más real que esa otra, «alegre y mazamorrera», a veces semiandaluza, en cuya composición se atarearon los escritores locales. Como la de Sebastián Salazar, la Lima de Ribeyro es horrible no porque se la describa así físicamente sino por los seres humanos que la habitan y por las condiciones que determinan su existencia.

Moral como esa fealdad es también la miseria a que Ribeyro se refiere. La de sus personajes se define no únicamente por sus escasos o nulos medios económicos, sino por su falta de valor, por su irremediable fracaso. Sus criaturas no adoptan siquiera el franco o aventurado mal de vivir; no son delincuentes, tampoco observadores de la ley; ni buenos ni malos; tampoco despreciables, son dignos de conmiseración, de esa conmiseración que produce muchas veces la humanidad en su conjunto, la flaca y triste condición de los hombres, el espectáculo general de la vida.



El hombre y sus fantasmas

Frente a este espectáculo, Ribeyro aparece como un observador minucioso y reflexivo, de ninguna manera como un partícipe de la acción. Detrás de la mayoría de sus cuentos se descubre un decantado proceso mental, una voluntad que dirige su creación con inteligencia y acierto, pero que también, de alguna manera, la enfría. Aunque quizá este último no sea el verbo más adecuado para lo que intenta decirse aquí: que los personajes de Ribeyro son vistos con honduras pero sin compasión; es decir, sin que su peripecia o su padecimiento lleguen a sentirse como propios.

Ribeyro entiende el cuento —y recurro a su personal apreciación que aún continúa válida en su obra— como un momento culminante, como un intenso fragmento de la vida. Es así en él, pero el recorte de ese fragmento parece no proceder de la vida, sino de la meditación sobre la vida. Que ello sea un defecto o no (¿qué realismo no participa de esa condición en alguna medida?) depende de lo que cada cual exija a la literatura. Me limito, pues, a señalar una característica que implica un riesgo: el de disminuir en los protagonistas la plenitud o la verdad vitales.



Una cierta sonrisa

Sea como fuere, una curiosidad intensa, una búsqueda tenaz aunque sin optimismo parece presidir la creación de Ribeyro. En cierto modo podría ejemplificarse esta actitud con la cita siguiente: «lo único que me interesaba era ver cómo los muertos, al morir, trataban de abrir la boca. [...] Me llamaba la atención la risa de los muertos, una risa que yo encontraba, no sé por qué, un poco provocadora, como la risa de aquellas personas que lo hacen sin ganas, solamente por fastidiarnos la paciencia» («Los moribundos»). Esta actitud es, en parte, la de Ribeyro. Como también es suya la reflexión que sigue inmediatamente a la cita que se acaba de hacer, reflexión que se refiere a cómo la abundancia de la desgracia despoja a esta de todo patetismo: «Ya no parecían hombres los muertos en camionadas. Parecían cucarachas o pescados». El mundo sobre el cuál Ribeyro se inclina para mirar amontona así la desdicha. Y, más que por ella, Ribeyro se interesa por los gestos que hacen al vivir los desdichados. Cada vez más, esos gestos denuncian, en sus cuentos, la rendición o el fracaso.

 En sus libros de cuentos anteriores Ribeyro matizó esta visión más bien sórdida —todavía entonces no tan acusada— con la ironía o la burla y, más exitosamente, con la evocación poética de hechos vinculados a su propia experiencia. En este libro no se va más allá de un dejo irónico, de una cierta sonrisa amarga y corrosiva. Sin duda, esta vez ha querido ofrecer una uniformidad mayor en los cuentos que agrupa. Pareja como la técnica lineal y simple, sin accidentes, que en todos ellos exhibe, comprime en este libro una impresión inmediatamente perceptible de la debilidad de los hombres para sobreponerse a situaciones negativas, de su incapacidad de actuar contra la injusticia, de su sometimiento a un orden establecido que íntimamente rechazan. Vida de pobres diablos a los que el alcohol presta a veces una ilusión de valor en todo caso inútil para romper el yugo que los unce, en la de los personajes de Ribeyro toda felicidad es un engaño que no tarda en descubrirse.



La condición humana

«Las botellas y los hombres» (el cuento que da título a este volumen), «El jefe» y «Una aventura nocturna» conforman una trilogía de la ilusión que se destroza y deja paso a una realidad aún más oscura. «La piel de un indio no cuesta caro» y «De color modesto» muestran dos actitudes rebeldes que carecen de la grandeza imprescindible para no frustrarse. «El profesor suplente» es la historia de un fracaso que sobreviene definitivo antes de que la aventura se emprenda. Prisioneros de su destino, de un destino impuesto en el que se hunden no bien intentan escapar, los personajes de Ribeyro representan la condición humana.

Hasta este libro Ribeyro siempre había mostrado a los pobres seres de su invención humillados en su ineptitud y en su miseria, pero nunca como ahora tan duramente. Su visión se ennegrece, pues, sin que esto quiera decir por necesidad que es la suya, una literatura que progresa hacia lo negativo. No es la condición enfermiza o saludable de su literatura, depresiva o provocadora de reacción contra lo que describe, lo que interesa aquí. Es obvio que todo ello revela el inconformismo de Ribeyro e implica una postura crítica, pero esta nota no pretende otra cosa que explorar el mundo de un narrador singular por sus cualidades, una de las cuales es, precisamente, ofrecernos una visión del mundo con matices personales y nítidos.



Visión de los vencidos

Se ha dicho que la mirada de Ribeyro insiste en un cierto sector de la sociedad. Ese sector fue, casi exclusivamente, el de las clases llamadas bajas. Él mismo escribió, en 1955, que ello «puede revelar una preferencia de orden sentimental o un dictado de orden técnico. En el fondo son las dos cosas: simpatía, deseo de penetrar y comprender esta esfera social y, por otra parte, simplicidad de las anécdotas y de los conflictos que facilitan su trasposición literaria. La observación y la crítica de las pequeñas y grandes esferas de la burguesía exigirían una mayor agudeza o una mayor compenetración, que por el momento considero en mí insuficientes».

Pues bien, ahora Ribeyro se atreve a tratar otras clases más altas y no para practicar la burla común en «El banquete» (Cuentos de circunstancias, 1958), sino para completar una misma visión: la visión de los vencidos. Dos cuentos de este volumen, «De color modesto» y «La piel de un indio no cuesta caro» ingresan a otro ambiente social: el de un joven arquitecto que tiene una casa de campo, el de las fiestas de Miraflores donde el que llega a los 25 años sin tener auto es mal visto. Pero en uno y otro caso sus protagonistas son tan pobres diablos como siempre. Más allá de las diferencias sociales o económicas, Ribeyro postula un denominador común para los hombres: la miseria moral. El mundo de los jefes, el de los triunfadores, del que su obra apenas si acusa el peso, la opresión, empieza así a unificarse con el que está en su reverso.