miércoles, 1 de febrero de 2012

Sobre «Las botellas y los hombres» (1964)


OQUENDO, Abelardo (1964). «Los pobres diablos de Ribeyro». En: Expreso, Lima, 3 de mayo, p. 10.



En el prólogo de Los gallinazos sin plumas (1955), su primer libro de cuentos, Julio Ramón Ribeyro se encargó de precisar el sector de la realidad que de preferencia le interesaba: el de las clases menos favorecidas por la fortuna (así las llama el eufemismo local) que habitan las ciudades. Las botellas y los hombres (1964), su último libro, confirma esa predilección por los ambientes urbanos y la miseria. Sus simpatías, pues, no han variado hasta hoy. Sin embargo, entre uno y otro conjunto de narraciones hay más de una diferenciación.



Lima, la horrible

Los medios urbanos que con asiduidad mayor frecuenta Ribeyro pertenecen a la capital. De sus obras surge una Lima que hasta hace pocos años fue preferida por la literatura (por largo tiempo el «pueblo» y la clase media sirvieron solo para ejercitar el humor criollo), una Lima chata, fea, lamentable si se quiere, pero más real que esa otra, «alegre y mazamorrera», a veces semiandaluza, en cuya composición se atarearon los escritores locales. Como la de Sebastián Salazar, la Lima de Ribeyro es horrible no porque se la describa así físicamente sino por los seres humanos que la habitan y por las condiciones que determinan su existencia.

Moral como esa fealdad es también la miseria a que Ribeyro se refiere. La de sus personajes se define no únicamente por sus escasos o nulos medios económicos, sino por su falta de valor, por su irremediable fracaso. Sus criaturas no adoptan siquiera el franco o aventurado mal de vivir; no son delincuentes, tampoco observadores de la ley; ni buenos ni malos; tampoco despreciables, son dignos de conmiseración, de esa conmiseración que produce muchas veces la humanidad en su conjunto, la flaca y triste condición de los hombres, el espectáculo general de la vida.



El hombre y sus fantasmas

Frente a este espectáculo, Ribeyro aparece como un observador minucioso y reflexivo, de ninguna manera como un partícipe de la acción. Detrás de la mayoría de sus cuentos se descubre un decantado proceso mental, una voluntad que dirige su creación con inteligencia y acierto, pero que también, de alguna manera, la enfría. Aunque quizá este último no sea el verbo más adecuado para lo que intenta decirse aquí: que los personajes de Ribeyro son vistos con honduras pero sin compasión; es decir, sin que su peripecia o su padecimiento lleguen a sentirse como propios.

Ribeyro entiende el cuento —y recurro a su personal apreciación que aún continúa válida en su obra— como un momento culminante, como un intenso fragmento de la vida. Es así en él, pero el recorte de ese fragmento parece no proceder de la vida, sino de la meditación sobre la vida. Que ello sea un defecto o no (¿qué realismo no participa de esa condición en alguna medida?) depende de lo que cada cual exija a la literatura. Me limito, pues, a señalar una característica que implica un riesgo: el de disminuir en los protagonistas la plenitud o la verdad vitales.



Una cierta sonrisa

Sea como fuere, una curiosidad intensa, una búsqueda tenaz aunque sin optimismo parece presidir la creación de Ribeyro. En cierto modo podría ejemplificarse esta actitud con la cita siguiente: «lo único que me interesaba era ver cómo los muertos, al morir, trataban de abrir la boca. [...] Me llamaba la atención la risa de los muertos, una risa que yo encontraba, no sé por qué, un poco provocadora, como la risa de aquellas personas que lo hacen sin ganas, solamente por fastidiarnos la paciencia» («Los moribundos»). Esta actitud es, en parte, la de Ribeyro. Como también es suya la reflexión que sigue inmediatamente a la cita que se acaba de hacer, reflexión que se refiere a cómo la abundancia de la desgracia despoja a esta de todo patetismo: «Ya no parecían hombres los muertos en camionadas. Parecían cucarachas o pescados». El mundo sobre el cuál Ribeyro se inclina para mirar amontona así la desdicha. Y, más que por ella, Ribeyro se interesa por los gestos que hacen al vivir los desdichados. Cada vez más, esos gestos denuncian, en sus cuentos, la rendición o el fracaso.

 En sus libros de cuentos anteriores Ribeyro matizó esta visión más bien sórdida —todavía entonces no tan acusada— con la ironía o la burla y, más exitosamente, con la evocación poética de hechos vinculados a su propia experiencia. En este libro no se va más allá de un dejo irónico, de una cierta sonrisa amarga y corrosiva. Sin duda, esta vez ha querido ofrecer una uniformidad mayor en los cuentos que agrupa. Pareja como la técnica lineal y simple, sin accidentes, que en todos ellos exhibe, comprime en este libro una impresión inmediatamente perceptible de la debilidad de los hombres para sobreponerse a situaciones negativas, de su incapacidad de actuar contra la injusticia, de su sometimiento a un orden establecido que íntimamente rechazan. Vida de pobres diablos a los que el alcohol presta a veces una ilusión de valor en todo caso inútil para romper el yugo que los unce, en la de los personajes de Ribeyro toda felicidad es un engaño que no tarda en descubrirse.



La condición humana

«Las botellas y los hombres» (el cuento que da título a este volumen), «El jefe» y «Una aventura nocturna» conforman una trilogía de la ilusión que se destroza y deja paso a una realidad aún más oscura. «La piel de un indio no cuesta caro» y «De color modesto» muestran dos actitudes rebeldes que carecen de la grandeza imprescindible para no frustrarse. «El profesor suplente» es la historia de un fracaso que sobreviene definitivo antes de que la aventura se emprenda. Prisioneros de su destino, de un destino impuesto en el que se hunden no bien intentan escapar, los personajes de Ribeyro representan la condición humana.

Hasta este libro Ribeyro siempre había mostrado a los pobres seres de su invención humillados en su ineptitud y en su miseria, pero nunca como ahora tan duramente. Su visión se ennegrece, pues, sin que esto quiera decir por necesidad que es la suya, una literatura que progresa hacia lo negativo. No es la condición enfermiza o saludable de su literatura, depresiva o provocadora de reacción contra lo que describe, lo que interesa aquí. Es obvio que todo ello revela el inconformismo de Ribeyro e implica una postura crítica, pero esta nota no pretende otra cosa que explorar el mundo de un narrador singular por sus cualidades, una de las cuales es, precisamente, ofrecernos una visión del mundo con matices personales y nítidos.



Visión de los vencidos

Se ha dicho que la mirada de Ribeyro insiste en un cierto sector de la sociedad. Ese sector fue, casi exclusivamente, el de las clases llamadas bajas. Él mismo escribió, en 1955, que ello «puede revelar una preferencia de orden sentimental o un dictado de orden técnico. En el fondo son las dos cosas: simpatía, deseo de penetrar y comprender esta esfera social y, por otra parte, simplicidad de las anécdotas y de los conflictos que facilitan su trasposición literaria. La observación y la crítica de las pequeñas y grandes esferas de la burguesía exigirían una mayor agudeza o una mayor compenetración, que por el momento considero en mí insuficientes».

Pues bien, ahora Ribeyro se atreve a tratar otras clases más altas y no para practicar la burla común en «El banquete» (Cuentos de circunstancias, 1958), sino para completar una misma visión: la visión de los vencidos. Dos cuentos de este volumen, «De color modesto» y «La piel de un indio no cuesta caro» ingresan a otro ambiente social: el de un joven arquitecto que tiene una casa de campo, el de las fiestas de Miraflores donde el que llega a los 25 años sin tener auto es mal visto. Pero en uno y otro caso sus protagonistas son tan pobres diablos como siempre. Más allá de las diferencias sociales o económicas, Ribeyro postula un denominador común para los hombres: la miseria moral. El mundo de los jefes, el de los triunfadores, del que su obra apenas si acusa el peso, la opresión, empieza así a unificarse con el que está en su reverso.

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